jueves, 18 de junio de 2009

EL VENDAVAL Y EL HOMBRE QUE MURIÓ YA UNA VEZ

Autor: Alejandro Santillán Magaldi (Nuevo Rocafuerte, 21 de mayo de 2009)

En el concepto básico de nuestra filosofía precolombina, estrellas, montañas, ríos, animales, plantas y seres humanos, somos como las células de un gigantesco organismo viviente que es el cosmos. Y como parte de la totalidad, debemos comunicarnos y buscar la armonía con todos. Eso lo saben tanto los yáchags, los shamanes, como los habitantes de la selva y de los páramos; y lo sabemos también los montañistas.
No pertenezco a la brillante nueva generación de montañistas ecuatorianos, que en los Andes y los Himalayas han protagonizado hazañas muchísimo más importantes que las de los futbolistas nacionales; pero toda mi vida he ascendido montañas. Por eso, con Alejandro Lazzati, el joven escalador miembro de la tripulación del Andarele, uno de los dos guías profesionales graduados en la Escuela de Alta Montaña de Francia, decidimos, como en las cumbres, pedir la ayuda de los Apus de los Andes y de los espíritus de la selva y de los ríos.
“¡…Shámuy Mama Antisana…, Mama Cotopaxi…, Taita Quilindaña…! ¡…Shámuy Yacu Napo…, Yacu Tiputini.., Yacu Aguarico…, dennos agua para bogar…, hinchen sus cauces como mamas preñadas, para poder superar los bajos y las palizadas…! ¡…Ayúdennos a salvar al Yasuní de sus terribles enemigos…!”, suplicamos gritando a los cuatro puntos cardinales.
Los montañistas somos una especie rara, no nos gusta la fama ni las medallas y como vivimos en los límites de lo imposible, creemos además en la magia. Tal vez fue por eso que ni bien los marinos del Teniente de Navío Jaramillo aseguraron el catamarán a la lancha de la Capitanía de Puerto, la lluvia fuerte se transformó en un aguacero torrencial y cuando se sumó el viento, en un poderoso vendaval. Golpeado por el viento de proa, mientras medía la profundidad del agua, alcancé a ver que Alejandro Lazzati, levantando el índice me gritaba: “¡...Tocayo…, tocayo…, funcionó….!”
“¡...Acorten las amarras…!”, ordenó en ese momento el Teniente Jaramillo. “¡...Lonas de cubierta fuera…!”, gritó a su vez Norberto Novik a la tripulación del Andarele. Y luego ambos a dúo dispusieron: “¡...Los demás a achicar el agua…!”
Mientras lucho por sacar el agua de la lancha con el Sargento Freire y el Marino Peláez, el Sargento me comenta: “…se parece a un aguacero que tuvimos en la Guerra del Cenepa…”. Y allí en los respiros que hacíamos para no llenarnos del líquido que saltaba por la borda, me contó que él era un conscripto cuando estalló la última guerra con el Perú en 1995 y que, junto con sus compañeros, se encargaba de llevar los abastecimientos a la primera línea de fuego.
“…Ahí fue que viví la noche negra, o más bien que morí la noche negra…”, me dice. “…Ya estaban firmando la paz y en Tiwinza estábamos ya descuidados, cuando nos cayeron fuerzas especiales del Perú. Al Amiña, que hacía seguridad en un árbol, le dieron desde abajo por la quijada, al Andrango aquí en el pecho y al Sargento Hernández, que era también de Latacunga, le explotó una granada y se murió. ¡Yo y los demás no hicimos más que coger el fusil y a escondernos en el monte. Esa fue la noche negra…! De ahí nos mandaron a Base Norte y a mí me cambiaron de patrulla, días anduvimos por el monte, nos creían perdidos. Entonces fue que dieron la noticia de que nos habíamos muerto. Y como yo andaba con el Sargento Hernández que sí se había muerto, me dieron también por muerto y andaba mi familia buscando mi cadáver…”
“Esa fue solo una de sus muertes”, le digo al Sargento, según la Filosofía indígena en cada katún, en cada pachacutik, en cada ciclo del tiempo, nacemos como otro ser, para después morir y cambiar. “¡...Pero espero que no sea ahora…!”, me responde mirando al vendaval con ironía.
La tormenta había llegado a su clímax, torbellinos de hojas y ramas viejas se elevaban sobre las copas de los árboles, mientras las palmeras inclinaban sus tallos hasta el río. “¡...Don Bustos, no quiere orillar hasta que se calme…!”, pregunta usando señas el Teniente Jaramillo. “¡Ahorita no puedo, tengo que mantenerme en el medio para que no me arrastre…!”, responde el motorista. Con asombro percibo que la corriente superficial del río avanza ahora hacia arriba y que el catamarán y la lancha que le remolca, pese a que mantiene el motor a media potencia, no avanza ni retrocede, se mantiene irrealmente en el mismo lugar.
Media hora más tarde amainan el viento y la lluvia, y volvemos a avanzar. Gracias a los Apus de las montañas y a los espíritus de los Yacus que habían hecho crecer el cauce del Napo, pasamos sin dificultad las palizadas del Tiputini y al anochecer, finalmente, divisamos las luces de Nuevo Rocafuerte, a la entrada del Yasuní y en la frontera misma con el Perú.

(Recopilado por: Dr. José Rafael Núñez y Prof. Gerardo Ron)

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