miércoles, 19 de agosto de 2009

El Petroleo, mejor bajo tierra


GUSTAVO DUCH
Coincidencia número uno: comencé a preparar este artículo mientras los señores del G-8 proclamaban solemnemente nuevos compromisos para enfrentarse al cambio climático. Suponiendo que esta vez vaya en serio, ¿se les ha ocurrido cómo hacerlo, tienen un plan B al modelo energético actual? Coincidencia número dos: hace un mes, en este periódico Pere Rusiñol escribía un excelente reportaje sobre el boom petrolero en Guinea Ecuatorial. ¿Necesitamos más evidencias para cuestionar un modelo de desarrollo extractivista de un recurso finito y con tanta injusticia ecosocial en su mochila? Digo coincidencias porque el motivo de este escrito es reflexionar precisamente sobre una creativa, valiente y muy valiosa iniciativa que enfoca ambas cuestiones desde un nuevo paradigma que, en mi opinión, debemos tener muy presente.Algo tan sorprendente como la propuesta ecuatoriana (parece que en Nigeria se estudia una propuesta similar) de conservar el petróleo en el subsuelo. Sí, han leído bien, dejar bajo tierra el crudo que podría reportar miles de millones a un país con tantas necesidades como Ecuador. Una opción ecológica muy razonable para reemplazar el modelo eco-ilógico impuesto bajo el paradigma del libre mercado y del crecimiento ilimitado.Se trata de la Iniciativa ITT Yasuní, declarada política oficial del Gobierno de Correa en junio de 2007, que defiende la idea de no explotar las reservas de petróleo existentes en el área Ishpingo Tambococha Tiputini –en el Amazonas del Ecuador–, donde se localiza el Parque Nacional del Yasuní de enorme valor en biodiversidad –valor ecológico frente a valor monetario–, pues es una de las regiones de bosque tropical del mundo más rica en especies. Se calcula que sólo dentro de una hectárea del Yasuní se encuentran 644 especies de árboles, tantas como especies de árboles nativos existen en toda América del Norte. La idea inicial se remonta a 1997, cuando la organización ecuatoriana Acción Ecológica planteó una moratoria de extracción de petróleo en zonas frágiles amazónicas con el fin de evitar la producción de CO2 al quemar ese petróleo.La idea fue retomada por Alberto Acosta cuando fue ministro de Energía con Correa y ahora es impulsada por un fuerte equipo coordinado por el canciller de Exteriores, Fander Falconi, Doctor en Ciencias Ambientales y Economía Ecológica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Algo de todo esto tendrá entonces que ver con el catedrático Joan Martínez Alier, impulsor del ecologismo político en España y América Latina. En los próximos años todas las sociedades del Planeta tendrán que haberse acomodado a una nueva realidad sin petróleo, por lo que asumirlo cuanto antes nos hará estar mejor preparados. Por un lado, redirigiendo las inversiones petroleras a un desarrollo sostenible y apropiado a las necesidades de cada región (no a las de la familia de Obiang, por ejemplo). Y por otro, pudiendo evitar desde ya todos los efectos negativos que sabemos trae consigo la explotación de este recurso. Son las llamadas externalidades. A nivel local, sobretodo en países empobrecidos como es el caso de Ecuador, Guinea o Nigeria, la explotación petrolera supone contaminación, deforestación, pérdidas de la productividad de las economías de autosustento practicadas por las comunidades locales (algunas de ellas en aislamiento voluntario), expulsión de comunidades campesinas y la desaparición completa de algunas culturas y lenguas indígenas. Y a nivel global, el calentamiento del clima y todos sus derivadas.La cuadratura de este círculo sí es posible. Aunque los cálculos numéricos son difíciles de hacer (variabilidad del precio del petróleo en los años que dure la extracción, por ejemplo) una cifra orientativa calculada por expertos en el tema nos dice que el Estado ecuatoriano obtendría 5.000 millones de dólares de ingresos por la extracción y comercialización de las reservas de los 846 millones de barriles de petróleo que guarda el subsuelo de Yasuní. Pero tenemos que restar. Primero descontar unos 1.300 millones de dólares equivalentes a los costes de las externalidades antes mencionadas que se producen a nivel local y que se pueden calcular, por ejemplo las pérdidas por la contaminación de tierras y ríos. (Ciertamente, no se puede calcular los costes de la desaparición de una cultura, de unas especies animales o vegetales). Y posteriormente rebajar unos 1.700 millones más por los costes para todo el Planeta de las emisiones de CO2 que se provocarían. Es decir, al final el “beneficio monetario” de sacar el petróleo a la superficie para nuestro Planeta sería de unos 2.000 millones de dólares. Y esa cifra es la que Ecuador solicita a la comunidad internacional. Ecuador deja de ingresar 5.000 millones si el resto del mundo se compromete solidariamente a aportar 2.000 millones.Ecuador obtendría 2.000 millones de dólares –sin perjudicar a sus comunidades y a su naturaleza–, que se compromete a dedicar a proyectos sostenibles para mejorar la agricultura local, la pesca artesanal, desarrollar energías renovables, etc. Y el resto del mundo invierte el dinero que gastaríamos en combatir el cambio climático asegurándonos que se mantiene Yasuní, con todas sus culturas, con toda su biodiversidad, capturando CO2 y produciendo vida, para hoy y para mañana. Todos ganamos. Coincidencia número tres: ya tenemos el primer aporte proYasuní. El Gobierno federal de Alemania está decidido a apoyar el fondo fiduciario de la Iniciativa ITT-Yasuní con 50 millones de dólares anuales en los siguientes años. ¿Seguimos? Un futuro mejor y sin petróleo es posible.


Recogido por Dr.José Nuñez . Gustavo Duch es Ex director de Veterinarios Sin Fronteras y colaborador de la Universidad Rural Paulo Freire

jueves, 18 de junio de 2009

BOLETIN Y ELEGIA DE LAS MITAS

Yo soy Juan Atampam, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña
Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri,
Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicóndor.
Nací y agonicé en Chorlaví, Chamanal, Talagua,
Nieblí. Sí, mucho agonicé en Chisingue,
Naxiche, Guambayna, Poaló, Cotopilaló.
Sudor de Sangre tuve en Caxaji, Quinchiraná,
en Cicalpa, Licto y Conrogal.
Padecí todo el Cristo de mi raza en Tixán, en Saucay,
en Molleturo, en Cojitambo, en Tababela y Zhoray.
Añadí así más blancura y dolor a la Cruz que trujeron mis verdugos.
A mí, tam. A José Vacacela, tam.
A Lucas Chaca, tam. A Roque Caxicóndor, tam.
En Plaza de Pomasqui y en rueda de otros naturales,
nos trasquilaron hasta el frío la cabeza.
Oh, Pachacámac, Señor Universo,
nunca sentimos más helada tu sonrisa,
y al páramo subimos desnudos de cabeza,
a coronarnos, llorando, con tu Sol.

A Melchor Pumaluisa, hijo de Guápulo,
en medio patio de hacienda, con cuchillo de abrir chanchos
cortáronle testes,
y, pateándole, a caminar delante,
de nuestros ojos llenos de lágrimas.
Echaba, a golpes, chorro en ristre de sangre.
Cayó de bruces en la flor de su cuerpo.

Oh, Pachacámac, Señor del Infinito,
Tú, que manchas el Sol entre los muertos ...
Y vuestro Teniente y justicia Mayor,
José de Uribe: "Te ordeno". Y yo,
con los otros indios, llevábamosle a todo pedir,
de casa en casa, para sus paseos, en hamaca,
mientras mujeres nuestras, con hijas, mitayas,
a barrer, a carmenar, a tejer, a escardar,
a hilar, a lamer platos de barro -nuestra hechura-,
y a yacer con Viracochas,
nuestras flores de dos muslos,
para traer el mestizo y verdugo venidero.
Sin paga, sin maíz, sin runa-mora,
ya sin hambre, de puro no comer;
sólo calavera, llorando granizo viejo por mejillas,
llegué trayendo frutos de la yunga
a cuatro semanas de ayuno.
Recibiéronme: Mi hija partida en dos por Alférez Quintanilla.
Mujer, de conviviente de él. Dos hijos muertos a látigo.
Oh, Pachacámac, y yo, a la Vida.
Así morí.
Y de tanto dolor, a siete cielos,
por setenta soles, Oh, Pachacámac,
mujer pariendo mi hijo, le torcí los brazos.
Ella, dulce ya de tanto aborto, dijo:
"Quiebra maqui de guagua; no quiero
que sirva de mitayo a "Viracochas".
Quebré.

Y entre Curas, tam,
Unos pareciendo diablos, buitres había
Iguales. Peores que los otros de dos piernas.
Otros decían: "Hijo, Amor, Cristo".
A tejer dentro de Iglesia, aceite para lámpara,
cera de monumentos, huevos de ceniza,
doctrina y ciegos doctrineros.
Vihuela, india para la cocina, hija para la casa.
Así dijeron. Obedecí.
Y después: Sebastián, Manuel, Roque, Salva,
Miguel, Antonio, Mitayos, a hierba, leña, carbón,
paja, peces, piedras, maíz, mujeres, hijas. Todo servicio.
A runa-llama tam, que en tres meses
comiste dos mil corazones de ellas.
A mujer que tan comiste
cerca de oreja de marido y de hijo,
noche a noche.
Brazos llevaron al mal.
Ojos al llanto.
Hombres al soplo de sus fuetes.
Mejillas a lo duro de sus botas.
Corazón que estrujaron, pisando ante mitayo,
cuerpos de mamas, mujeres, hijas.

Sólo nosotros hemos sufrido
el mundo horrible de sus corazones.

En obraje de telas, sargas, capisayos, ponchos,
yo, el desnudo, hundido en calabozos, trabajé
año cuarenta días,
con apenas puñado de maíz para el pulso
que era más delgado que el hilo que tejía.
Encerrado desde aurora hasta el otro claror,
sin comer tejí, tejí.
Hice la tela conque vestían cuerpos los Señores
que dieron soledad de blancura a mi esqueleto,
y Día Viernes Santo amanecí encerrado,
boca abajo, sobre telar,
con vómito de sangre entre los hilos y lanzadera.
Así, entinté con mi alma, llena de costado,
la tela de los que me desnudaron.
"Porque no hemos venido
a vivir en la tierra.
Sólo venimos a soñar
Sólo venimos a amar
aquí, en la Tierra".
Y a un Cristo, adrede, tam trujeron,
entre lanzas, banderas y caballos.
Y a su nombre, hiciéronme agradecer el hambre,
la sed, los azotes diarios, los servicios de Iglesia,
la muerte y la desraza de mi raza.
(Así avisa al mundo, Amigo de mí angustia.
Así, avisa. Di. Da diciendo. Dios te pague).
Y bajo ese mesmo Cristo,
negra nube de buitres de trapo vinieron. Tantos.
Cientos de haciendas y casas hicieron en la Patria.
Miles de hijos. Robos de altar. Pillerías de cama.
Dejáronme en una línea de camino,
sin Sur, sin Norte, sin choza, sin... ¡dejáronme!
y, después, a batir barro, entraña de mi tierra;
a hacer cal de caleras, a trabajar en batanes,
en templos, paredes, pinturas, torres, columnas, capiteles.
¡Y yo, a la intemperie!
Y, después, en trapiches que tenían,
moliendo caña, moliéronme las manos:
hermanos de trabajo bebieron mi sanguaza. Miel y sangre y llanto.
Y ellos, tantos, en propias pulperías,
enseñáronme el triste cielo del alcohol
y la desesperanza. ¡Gracias!
¡Oh Pachacámac, Señor del Universo!
Tú que no eres hembra ni varón:
Tú que eres todo y eres Nada,
Óyeme, escúchame.
Como el venado herido por la sed,
te busco y sólo a ti te adoro.
Y tam, si supieras, Amigo de mi angustia,
cómo foeteaban cada día, sin falta.
"Capisayo al suelo, calzoncillo al suelo,
tú, boca abajo, mitayo. Cuenta cada latigazo".
Yo iba contando: 2, 5, 9, 30, 45, 70.
Así aprendí a contar en tu castellano,
con mi dolor y mis llagas.
En seguida, levantándome, chorreando sangre,
tenía que besar látigo y mano de verdugos.
"Dioselopagui, Amito"; así decía de terror y gratitud.
Un día en santa Iglesia de Tuntaqui,
el viejo doctrinero mostróme cuerpo en cruz
de Amo Jesucristo;
único Viracocha sin ropa, sin espuelas, sin acial.
Todito El era una sola llaga salpicada.
No había lugar ya ni para un diente de hierba
entre herida y herida.
En El cebáronse primero, luego fue en mí.
¿De qué me quejo, entonces? -No. Sólo te cuento.
Me despeñaron. Con punzón de fierro,
me punzaron el cuerpo,
Me trasquilaron. Hijo de ayuno y de destierro fui.
Con yescas de maguey encendidas, me pringaron.
Después de los azotes, yo aún en el suelo.
Ellos entregolpeaban sobre mí dos tizones de candela
y me cubrían con una lluvia de chispas puntiagudas,
que hacía chirriar la sangre de mis úlceras.
Así.
Entre lavadoras de platos, barrenderas, hierbateras,
a una llamada Dulita cayósele una escudilla de barro,
y cayósele, ay, a cien pedazos.
Y vino el mestizo Juan Ruiz, de tanto odio para nosotros
por retorcido de sangre.
A la cocina llevóle pateándole nalgas, y ella sin llorar
ni una lágrima. Pero dijo una palabra suya y nuestra: Carajú.
Y él, muy cobarde, puso en fogón una cáscara de huevo
que casi se hace blanca brasa y que apretó contra los labios.
Se abrieron en fruta de sangre; amaneció con maleza.
No comió cinco días, y yo, y Joaquín Toapanta de Tumbabiro,
muerta le hallamos en la acequia de los excrementos.
Y cuando en hato, allá en alturas,
moría ya de buitres o de la pura vida,
sea una vaca, una ternera o una oveja;
yo debía arrastrarle por leguas de hierba y lodo,
hasta patio de hacienda
a mostrar el cadáver.
Y tú, señor Viracocha,
me obligaste a comprar esa carne engusanada ya.
Y como ni esos gusanos juntos
pude pagar de golpe,
me obligaste a trabajar otro año más;
¡hasta que yo mismo descendí al gusano
que devora a los Amos y al Mitayo!
A Tomás Quitumbe, del propio Quito, que se fue huyendo
de terror, por esas lomas de sigses de plata y pluma,
le persiguieron; un alférez iba a la cabeza.
Y él, corre, corre, gimiendo como venado.
Pero cayó, rajados ya los pies de muchos pedernales.
Cazáronle. Amarráronle el pelo a la cola de un potra alazán
y con él, al obraje de Chillos,
a través de zanjas, piedras, zarzales, lodo endurecido.
Llegando al patio, rellenáronle heridas con ají y con sal,
así los lomos, hombros, trasero, brazos, muslos.
El gemía, revolcándose de dolor: "Amo Viracocha, Amo Viracocha".
Nadie le oyó morir.
Y a mama Susana Pumancay, de Panzaleo;
su choza entre retamas de mil mariposas, ya de aletéo;
porque su marido Juan Pilataxi desapareció de bulto,
le llevaron, preñada, a todo paso, a la hacienda,
y al cuarto de los cepos, en donde le enceparon la derecha,
dejándole la izquierda sobre el palo.
Y ella, a medianoche, parió su guagua….
entre agua y sangre.
Y él dio de cabeza contra la madera, de que murió.
¡Leche de plata hubiera mamado un día, Carajú!
Minero fui, por dos años, ocho meses.
Nada de comer. Nada de amar. Nunca vida.
La bocamina fue mi cielo y mi tumba.
Yo, que usé el oro sólo para las fiestas de mi Emperador,
supe padecer con su luz
por la codicia y la crueldad de otros.
Dormimos miles de mitayos
a pura mosca, látigo, fiebres, en galpones,
custodiados con un amo que sólo daba muerte.
Pero, después de dos años, ocho meses, salí.
Salimos seiscientos mitayos,
de veinte mil…. que entramos.
Pero, salí. ¡Oh, sol reventado por mi madre!
Te miré en mis ojos de cautivo.
Lloré agua de sol en punta de pestañas.
Y te miré, Oh Pachacámac, muerto
en los brazos que ahora hacen esquina
de madera y de clavos a otro Dios.
Pero salí. No reconocía ya mi Patria.
Desde la negrura, volví hacia el azul.
Quitumbe de alma y sol, lloré de alegría.
Volvíamos. Nunca he vuelto sólo.
Entre cuevas de Cumbe, ya en goteras de Cuenca,
encontré, vivo de luna, el cadáver
de Pedro Axitimbay,… mi hermano.
Vile mucho. Muuucho vile, y le encontré el pecho.
Era un hueso plano. Era un espejo. Me incliné.
Me miré, pestañeando. Y me reconocí. ¡Yo, era el mismo!
Y dije:
¡Oh PACHACÁMAC, SEÑOR DEL UNIVERSOOO!
Oh, Chambo, Mulaló, Sibambe, Tomebamba;
Guangara de Don Nuño Valderrama.
Adiós. Pachacámac, Adiós. Rimini. ¡No te olvido!
A tÍ, Rodrigo Núñez de Bonilla.
Pedro Martín Montanero, Alonso de Bastidas,
Sancho de la Carrera, hijo. Diego Sandoval.
Mi odio. Mi justicia.
A tí, Rodrigo Darcos, dueño de tantas minas,
de tantas vidas de curícamayos.
Tus lavaderos del río Santa Bárbola.
Minas de Ama Virgen del Rosario en Cañaribamba.
Minas del gran cerro de Malal, junto al río helado.
Minas de Zaruma; minas de Catacocha. ¡Minas!
Gran buscador de riquezas, diablo del oro.
¡Chupador de sangre y lágrimas del Indio!
Que cientos de noche cuidé tus acequías, por leguas
para moler tu oro
en tu mortero de ocho martillos y tres fuelles.
Oro para ti. Oro para tus mujeres. Oro para tus reyes.
Oro para mi muerte. ¡Oro!
Pero un día volví. ¡Y ahora vuelvo!
Ahora soy Santiago Agag, Roque Buestende,
Mateo Comaguara, Esteban Chuquitaype, Pablo Duchinachay
Gregorio Guartatana, Francisco Nati-Cañar, Bartolomé Dumbay!
Y ahora, toda esta tierra es MIA,
Desde Llangagua hasta Burgay;
desde Purubin hasta Buerán;
desde Guaslán hasta Punsara, pasando por Biblián.
Y es mía para adentro, como mujer en la noche,
y es mía para arriba, hasta más allá del gavilán.
Vuelvo. ¡álzome!
¡Levántome después del tercer siglo, de entre los muertos!
¡Con los muertos, vengo!
La tumba india se retuerce con todas sus caderas,
sus mamas y sus vientres.
La gran tumba se enarca y se levanta
después del tercer siglo, de entre las lomas y los páramos,
la cumbre, las yungas, los abismos,
las minas, los azufres, las cangaguas.
Regreso desde los cerros, donde moríamos
a la luz del frío.
Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas.
Desde las minas, donde moríamos en rosarios.
Desde la muerte, donde moríamos en grano.
Regreso.
¡Regresamos! ¡Pachacámac!
¡Yo soy Juan Atampam! ¡Yo, tam!
¡Yo soy Marcos Guamán! ¡Yo, Tam!
¡Yo soy Roque Jadán! ¡Yo, Tam!
Comaguara, soy. Gualanlema, Quilaquilago, Caxicóndor,
Pumacuri, Tomayco, Chuquitaype, Guartatana,
Duchinachay, Dumbay, soy!
¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy! ...
(Cesar Dávila Andrade, Ecuador)

EL VENDAVAL Y EL HOMBRE QUE MURIÓ YA UNA VEZ

Autor: Alejandro Santillán Magaldi (Nuevo Rocafuerte, 21 de mayo de 2009)

En el concepto básico de nuestra filosofía precolombina, estrellas, montañas, ríos, animales, plantas y seres humanos, somos como las células de un gigantesco organismo viviente que es el cosmos. Y como parte de la totalidad, debemos comunicarnos y buscar la armonía con todos. Eso lo saben tanto los yáchags, los shamanes, como los habitantes de la selva y de los páramos; y lo sabemos también los montañistas.
No pertenezco a la brillante nueva generación de montañistas ecuatorianos, que en los Andes y los Himalayas han protagonizado hazañas muchísimo más importantes que las de los futbolistas nacionales; pero toda mi vida he ascendido montañas. Por eso, con Alejandro Lazzati, el joven escalador miembro de la tripulación del Andarele, uno de los dos guías profesionales graduados en la Escuela de Alta Montaña de Francia, decidimos, como en las cumbres, pedir la ayuda de los Apus de los Andes y de los espíritus de la selva y de los ríos.
“¡…Shámuy Mama Antisana…, Mama Cotopaxi…, Taita Quilindaña…! ¡…Shámuy Yacu Napo…, Yacu Tiputini.., Yacu Aguarico…, dennos agua para bogar…, hinchen sus cauces como mamas preñadas, para poder superar los bajos y las palizadas…! ¡…Ayúdennos a salvar al Yasuní de sus terribles enemigos…!”, suplicamos gritando a los cuatro puntos cardinales.
Los montañistas somos una especie rara, no nos gusta la fama ni las medallas y como vivimos en los límites de lo imposible, creemos además en la magia. Tal vez fue por eso que ni bien los marinos del Teniente de Navío Jaramillo aseguraron el catamarán a la lancha de la Capitanía de Puerto, la lluvia fuerte se transformó en un aguacero torrencial y cuando se sumó el viento, en un poderoso vendaval. Golpeado por el viento de proa, mientras medía la profundidad del agua, alcancé a ver que Alejandro Lazzati, levantando el índice me gritaba: “¡...Tocayo…, tocayo…, funcionó….!”
“¡...Acorten las amarras…!”, ordenó en ese momento el Teniente Jaramillo. “¡...Lonas de cubierta fuera…!”, gritó a su vez Norberto Novik a la tripulación del Andarele. Y luego ambos a dúo dispusieron: “¡...Los demás a achicar el agua…!”
Mientras lucho por sacar el agua de la lancha con el Sargento Freire y el Marino Peláez, el Sargento me comenta: “…se parece a un aguacero que tuvimos en la Guerra del Cenepa…”. Y allí en los respiros que hacíamos para no llenarnos del líquido que saltaba por la borda, me contó que él era un conscripto cuando estalló la última guerra con el Perú en 1995 y que, junto con sus compañeros, se encargaba de llevar los abastecimientos a la primera línea de fuego.
“…Ahí fue que viví la noche negra, o más bien que morí la noche negra…”, me dice. “…Ya estaban firmando la paz y en Tiwinza estábamos ya descuidados, cuando nos cayeron fuerzas especiales del Perú. Al Amiña, que hacía seguridad en un árbol, le dieron desde abajo por la quijada, al Andrango aquí en el pecho y al Sargento Hernández, que era también de Latacunga, le explotó una granada y se murió. ¡Yo y los demás no hicimos más que coger el fusil y a escondernos en el monte. Esa fue la noche negra…! De ahí nos mandaron a Base Norte y a mí me cambiaron de patrulla, días anduvimos por el monte, nos creían perdidos. Entonces fue que dieron la noticia de que nos habíamos muerto. Y como yo andaba con el Sargento Hernández que sí se había muerto, me dieron también por muerto y andaba mi familia buscando mi cadáver…”
“Esa fue solo una de sus muertes”, le digo al Sargento, según la Filosofía indígena en cada katún, en cada pachacutik, en cada ciclo del tiempo, nacemos como otro ser, para después morir y cambiar. “¡...Pero espero que no sea ahora…!”, me responde mirando al vendaval con ironía.
La tormenta había llegado a su clímax, torbellinos de hojas y ramas viejas se elevaban sobre las copas de los árboles, mientras las palmeras inclinaban sus tallos hasta el río. “¡...Don Bustos, no quiere orillar hasta que se calme…!”, pregunta usando señas el Teniente Jaramillo. “¡Ahorita no puedo, tengo que mantenerme en el medio para que no me arrastre…!”, responde el motorista. Con asombro percibo que la corriente superficial del río avanza ahora hacia arriba y que el catamarán y la lancha que le remolca, pese a que mantiene el motor a media potencia, no avanza ni retrocede, se mantiene irrealmente en el mismo lugar.
Media hora más tarde amainan el viento y la lluvia, y volvemos a avanzar. Gracias a los Apus de las montañas y a los espíritus de los Yacus que habían hecho crecer el cauce del Napo, pasamos sin dificultad las palizadas del Tiputini y al anochecer, finalmente, divisamos las luces de Nuevo Rocafuerte, a la entrada del Yasuní y en la frontera misma con el Perú.

(Recopilado por: Dr. José Rafael Núñez y Prof. Gerardo Ron)

EL MITO DE LA VÍA FLUVIAL INTEROCEÁNICA

Autor: Alejandro Santillán Magaldi (Pañacocha, 13 de mayo de 2009)

En la molicie cotidiana de una pequeña población, hay cosas que rompen el tedio y el esperar que un papel que autoriza un sueño recorra los quisquillosos chaquiñanes de la burocracia de las oficinas de varios ministerios en Quito y Guayaquil, hasta convertirse en un permiso para navegar en los ríos amazónicos, fue tiempo más que suficiente para que Norberto Novik, el Capitán; Inti Arcos, biólogo y ecólogo; Alejandro Lazatti, guía profesional de alta montaña y Pablo Beler, músico y constructor de instrumentos, se convirtieran en Coca en personajes de fábula, capaces de alimentar las fantasías de las colegialas y las nostalgias aventureras de los que vinieron a colonizar las selvas orientales. A ellos nos hemos sumado ahora, Siegmund Thies, colega y amigo con el que laboramos más de diez años como trabajadores independientes para varias cadenas de televisión alemanas, y quien esto escribe.
Pero la espera también fue tiempo para que la Marina Nacional adoptara como suyo este proyecto, que llevaría además al tricolor nacional a ondear en el Amazonas. Y es por eso que el día de la partida, en un acto emotivo, se juntaron el Comandante Marco Salinas, Director de Intereses Marítimos, el Teniente de Navío, Jorge López, el Prefecto Provincial Zambrano, Natalia Greene de la Fundación Pachamama, Pedro Gonzales, Gerente del Gran Hotel Coca y un gran número de maestros, periodistas y amigos para despedir a los viajeros y resaltar la importancia de dejar bajo tierra al petróleo del Parque Nacional Yasuní.
Tras los discursos, con los estudiantes de los colegios de la ciudad uniformados y abanderados a lo largo del muelle, y los músicos locales entonando a todo pulmón: “...Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos...”, el Andarele empezó a navegar lenta, pero elegantemente, en dirección al Amazonas. Con una vela genovesa y una mayor, y un motor alimentado por energía solar de tres caballos de fuerza, que produce apenas un leve ronroneo, el catamarán fue cobrando velocidad a lo largo de treinta kilómetros, y avanzando imperturbable entre el rugido atronador de los deslizadores que iban y venían desde los muelles de los pozos petroleros.
Pero muy pronto la emblemática canción “...Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos…”, se convirtió en una cruel ironía. Después de una curva cerrada, Inti y Alejandro Lazzati, que cabalgaban como punteros sobre el casquete de proa gritaron: “¡...Bajos... bajos a estribor...!”, e hicieron saltar la alarma. “¡A babor Capi...!”, alcanzó a exclamar Pablo Beler desde los mapas satelitales, y el Capitán Novik, moviendo el timón con una desesperación mal reprimida, sorteó un bajo y evitó un tronco enterrado, cuando un remezón nos indicó que habíamos tocado fondo. Rápidamente puso el motor en reversa, la nave se agitó convulsivamente pero todo fue inútil.
“¡…Estamos varados...!”, gritó el Capitán, “¡...Todos al río...!” Con el agua a la cintura, empujando a proa y a popa con cuidado para no estropear los timones, cavando en el fondo turbulento del río, estuvimos más de una hora, cuando una enorme canoa de metal se acercó, espolvoreó una nube subacuática de arena y se clavó en el lecho traicionero del Napo. “¡...Así que esta va a ser la vía fluvial interoceánica...!”, comentó el Inti Arcos con una sonora carcajada. Y tenía toda la razón, aunque en esta embancada nos ayudó a salir el Sgto. Paredes con sus hombres y su lancha de la Marina, en los días siguientes seríamos testigos de cómo embarcaciones pequeñas y grandes gabarras quedaban atascadas en el fondo del río.
“Antes no era así...”, nos dice Juan Baquero, quechua del Napo, habitante de Pañacocha. “…Era un cauce hondo, seguro, y ahora los motores de las petroleras han dañando las orillas...”. “Claro pues...!”, ratifica el Inti y después de algunas interjecciones intraducibles, asume el discurso académico de un máster en biología hidráulica; “...Esta sedimentación es el resultado de la deforestación y la erosión arriba en los Andes, que hacen que baje más tierra sedimentaria que aquí en la Amazonía está agravada por el corte del bosque primario, ya no quedan árboles grandes. Los árboles pequeños del bosque secundario no tienen raíces profundas capaces de sostener las orillas y con la acción de los grandes motores de los deslizadores de las petroleras, van minando, van derrumbando las tierras de las orillas, y así van apareciendo nuevos bancos de arena y van haciéndose más grandes los que existen. Es una locura pensar en estas condiciones en tratar de usar barcos todavía más grandes, como requeriría la famosa vía fluvial interoceánica”. Con la incuestionable sabiduría de quien ha conocido el río toda su vida, Juan Baquero añade con parsimonia: “...aunque se pasen dragando la vida entera, el río va a seguir llenándose de arena, los que vivimos aquí sabemos por experiencia, les hemos dicho, pero no nos hacen caso...”.
Quito es un nombre que suena aquí tan lejano como la China. Ojalá los técnicos que desde el lejano Quito concibieron que el Napo sea parte del eje vial Manta-Manaos, escuchen los argumentos científicos y la sabia experiencia de los habitantes del río: de lo contrario el famoso eje vial será sólo un mito muy costoso para la economía del país y para la naturaleza, y será además irremediablemente inútil.

(Recopilado por: Dr. José Rafael Núñez y Prof. Gerardo Ron)

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